jueves, 21 de octubre de 2010

martes, 12 de octubre de 2010

El jardín de senderos que se bifurcan

Jorge Luis Borges
(1899–1986)

EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN
(El jardín de senderos que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)
A Victoria Ocampo

EN LA PÁGINA 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a brazar y agradecer este milagroso favor: el descubirmiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi gasrganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la dehiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: viviía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yosentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recurdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüi que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignarña cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mentras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.
Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestación, otro dijo: La case queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eeso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberintode laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes , olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita.El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines,cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portín herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
—Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno e nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de los senderos que se bifurcan-
Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardín e mi antepasado Ts'ui Pên.
—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador e la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia...
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
—Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronomía, en astrología y enm la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
—Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
—Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo...
—Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo eñ admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir.
Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
— No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jatdín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Refelxioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cadda uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia:El jardín de los senderos que se bifurcan es una imágen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravezar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
—No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisbles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusierona Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.


[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orde de arrestro, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)

Notas sobre el cinematógrafo, de Robert Bresson

NOTAS SOBRE EL
CINEMATÓGRAFO

Robert Bresson

Un solo misterio el de las personas y de los objetos.

Filmación. Nada en lo inesperado que secretamente tú no esperaras.

Escarba en el mismo lugar. No te escurras fuera. Doble, triple fondo de las cosas.

Asegúrate de haber agotado todo lo que se comunica por medio de la inmovilidad y el silencio.

Tu imaginación apuntará menos a los acontecimientos que a los sentimientos, queriendo siempre que éstos sean lo más documentales posible.

Filmación. Colocarse en un estado de ignorancia y de curiosidad intensas, y no obstante ver las cosas antes.

Lo que ocurre en las junturas. Las grandes batallas, decía el general M. . . , se libran casi siempre en los puntos de intersección de los mapas de estado mayor.
Cinematógrafo, arte militar. Preparas una película como se prepara una batalla.

No filmar para ilustrar una tesis o para mostrar a hombres o mujeres limitados a su aspecto externo, sino para descubrir la materia de la que están hechos. Alcanzar ese "corazón" que no se deja atrapar ni por la poesía, ni por la filosofía, ni por la dramaturgia.

Retoque de lo real con lo real.

Corot: "No hay que buscar, hay que esperar."

Lo real llegado a la mente ya no es real. Nuestro ojo demasiado pensante, demasiado inteligente.

Filmación. Tu película debe parecerse a la que ves cuando cierras los ojos.

Dos clases de realidad. 1. Lo real en bruto registrado tal cual por la cámara; 2. Lo que llamamos real y que vemos deformado por nuestra memoria y por falsos cálculos
Problema. Hacer ver lo que ves, por intermedio de una máquina que no lo ve como tú lo ves.

Filmación. Angustia de no dejar escapar nada de lo que sólo entreveo, de lo que tal vez aún no veo y que no podré ver sino más tarde.

Filmar es ir a un encuentro. Nada en lo inesperado que no sea secretamente esperado por ti.

Filmar de improviso, con modelos desconocidos, en lugares imprevistos, adecuados para mantenerme en un estado tenso de alerta.

Lo real en bruto no dará por sí mismo lo verdadero.

Infundir a los objetos el aire de tener ganas de estar allí.

Filmación: Atenerse únicamente a impresiones, a sensaciones. Ninguna intervención de la inteligencia extraña a esas impresiones y sensaciones.

Formas que parecen ideas. Considerarlas verdaderas ideas

Felicidad de contemplar el movimiento: caballo, atleta, pájaro.

Si una imagen, contemplada aparte, expresa algo nítidamente, si conlleva una interpretación, no se transformará al contacto con otras imágenes. Las otras imágenes no tendrán ningún poder sobre ella y ella no lo tendrá sobre las otras imágenes. Ni acción, ni reacción. Es definitiva e inutilizable en el sistema del cinematógrafo. (Un sistema no lo regula todo. Es el comienzo de algo.)

Aplicarme a imágenes insignificantes (no significantes)

Aplanar mis imágenes (como con una plancha), sin atenuarlas.

Cuando un solo violín basta, no emplear dos.

Un conjunto de buenas imágenes puede ser detestable.

Nada de música de acompañamiento, de sostén o de refuerzo. Absolutamente nada de música. (Salvo, por supuesto, la música interpretada por instrumentos visibles)

Es preciso que los ruidos se conviertan en música.

La imagen no tiene un valor absoluto. Imágenes y sonidos deberán su valor y su poder sólo al uso que tú les asignes.

Que se sienta el alma y el corazón de tu película, pero que se haga como labor de las manos.

Que sea la íntima unión de las imágenes la que las cargue de emoción.

Una imagen demasiado esperada (cliché) nunca parecerá justa, incluso si lo es.

Monta tu película a medida que la filmas. En ella se forman núcleos (de fuerza, de seguridad) a los que se aferra todo el resto.

El nexo insensible que liga a tus imágenes, las mas distantes y las mas distintas, es tu visión.

Lo que ningún ojo humano es capaz de atrapar, lo que ningún lápiz, pincel o pluma es capaz de fijar, tu cámara lo atrapa sin saber qué es y lo fija con la escrupulosa indiferencia de una máquina.

Montar una película es enlazar a las personas unas con otras y con los objetos a través de las miradas.

Dos personas que se miran a los ojos no ven sus ojos sino sus miradas. (¿Razón por la cual uno se equivoca sobre el color de los ojos?)

Que los sentimientos cusen los acontecimientos. No a la inversa.

Las ideas, esconderlas, pero de manera que se las encuentre. La mas importante será la mas oculta.

Haz que aparezca lo que sin tí quizá nunca se vería.

Imagen. Reflejo y reflector, acumulador y conductor.

No pienses tu película fuera de los medios que posees.

Desembarazarme de errores y falsedades acumulados. Conocer mis recursos, estar seguro de ellos.

La facultad de aprovechar bien mis recursos disminuye cuando su número aumenta.

Controlar la precisión. Ser yo mismo un instrumento de precisión.

Dos simplicidades. La mala: simplicidad-punto de partida, buscada demasiado pronto. La buena: simplicidad-resultado, recompensa por años de esfuerzo.

Es necesario que tu película despegue. La hinchazón y lo pintoresco le impiden levantar el vuelo.

Llamarás bella a la película que te dé una idea elevada del cinematógrafo.

de: NOTAS SOBRE EL CINEMATÓGRAFO
Gallimard, 1975.

Trailer de HACE UN AÑO EN MARIENBAD , de Alain Resnais

Trailer de PICKPOCKET, de Robert Bresson

lunes, 30 de agosto de 2010

Programa del Taller de Cine Moderno


El siguiente curso propone realizar un recorrido por el cine moderno partiendo de la primera ruptura con el modelo clásico, la aparición del Neorrealismo Italiano y luego de la Nouvelle Vague francesa, que instaurar el concepto de director como autor. En este nuevo panorama se construyen diversas poéticas individuales y grupales en las nuevas cinematografías nacionales como:

El cine italiano después del neorrealismo.
La herencia y la confrontación del neorrealismo. Discusión sobre el concepto de representación de la realidad.
Federico Fellini: puesta en cuestión del cine como representación de la realidad.
-       Fellini, 8 y medio, de Federico Fellini (1963)
Luchino Visconti. La relación entre el cine y la literatura. La construcción de la puesta en escena operística. Reflexiones sobre la esencia del arte.
-       Muerte en Venecia, de Luchino Visconti (1971)
Bibliografía de referencia :
-       La muerte en Venecia de Thomás Mann.
Pier Paolo Pasolini. El cine como herramienta política. El rescate de los relatos populares. El marxismo y su cine.
-       El decamerón, de Pier Paolo Pasolini (1971)
Bibliografía de referencia :
Abjuración a la trilogía de la vida, de Pier Paolo Pasolini.
Michelangelo Antonioni. Retrato de la burguesía. La incomunicación y los vínculos humanos. Los tiempos internos y la puesta en escena
- El eclipse, de Michelangelo Antonioni (1962)

Cine francés más allá de la Nouvelle Vague
Robert Bresson. Un caso particular, al margen de la Nouvelle Vague. Su visión ideológica del cine en Apuntes sobre el cinematógrafo.
-       Un condenado a muerte se ha escapado, de Robert Bresson (1956)
Alain Resnais. Relación entre documental y ficción. La fragmentación del tiempo y el espacio.
-       Noche y niebla, de Alain Resnais (1955)
Bibliografía de referencia :
El travelling de Kapo, de Serge Daney.
-       El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais (1961)
La materialidad del cine. La exploración de los límites a través de un uso distinto del sonido y la imagen en: Cris Marker y  Margarita Duras.
-       La jetée, de Chis Marker (1962)
-       India Song, de Margarita Durás (1975)
Bibliografía de referencia :
La invención de Morel, de Bioy Casares.
El jardín de los senderos que se bifurcan, de Jorge Luís Borges

Nuevo cine alemán
El manifiesto de Oberhausen: .Las reflexiones sobre el cine.

Alexander Kluge. La dialéctica de la realidad y el distanciamiento. La disrupción narrativa y el humor irónico. La construcción de la mujer.
- Anita G, de Alexander Kluge (1966)

Rainer Fassbinder. Relación con Douglas Sirk. Subversión del melodrama. Conflictos humanos y relaciones de poder.
-       Lili Marleen, de Rainer Fassbinder (1970)
Werner Herzog.  Entre el documental y la ficción. Los personajes singulares y la locura. La influencia del expresionismo.
-       Fitzcarraldo, de Werner Herzog (1982)


Cine oriental.
Tres casos muy diferentes: Yasujiro Ozu, Akira Kurosawa y Abbas Kiarostami. La tradición oriental vs lo occidental. La reelaboración de las tradiciones y su anclaje hoy.
-       Historia de Tokio, de Yasujiro Ozu (1953)
-       Rashomon, de Akira Kurosawa (1950)
-       El viento nos llevará, de Abbas Kiarostami (1999)

Cine moderno argentino
Cine de autor,  la crisis de la industria: cambio en los métodos de producción y estética cinematográfica.
-          Tres veces Ana, de David Kohon (1961)
-          Tiro de Gracia, de Ricardo Becher (1969)

miércoles, 24 de marzo de 2010

El reino de las sombras, de Máximo Gorki

La noche pasada estuve en el Reino de las sombras.
Si supiesen lo extraño que es sentirse en él. Un mundo sin sonido, sin color. Todas las cosas –la tierra, los árboles, la gente, el agua y el aire- están imbuidas allí de un gris monótono. Rayos grises del sol que atraviesan un cielo gris, grises ojos en medio de rostros grises y, en los árboles, hojas de un gris ceniza. No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso.
Voy a tratar de explicarme para no ser tachado de loco o de hacer concesiones al simbolismo. Estuve en el Aumont viendo el cinematógrafo de Lumière : la fotografía animada. La extraordinaria impresión que produce es tan compleja y única que dudo de mi capacidad para describirla en todos sus aspectos. Sin embargo, trataré de expresar los que son fundamentales.
Cuando se apagan las luces en la sala donde se expone el invento de Lumière, aparece de pronto en la pantalla una gran imagen de color gris. Una calle de París, sombras de un mal grabado. Si se observa fijamente, se ven coches, edificios y personas en diversas posturas, congeladas e inmóviles. Todo en un tono gris, el cielo allá arriba es también gris, no se anticipa nada nuevo en esta escena demasiado familiar, pues más de una vez hemos visto imágenes de las calles de París. Pero, de pronto, un raro estremecimiento recorre la pantalla y la imagen recobra vida. Los carruajes que llegan desde alguna parte de la perspectiva de la imagen se mueven hacia ti, hacia la oscuridad en la que estás sentado; más allá de las personas aparece algo que se destaca, más y más grande, a medida que se acerca a ti; en primer plano, unos niños juegan con un perro, pasan unos ciclistas, y los peatones cruzan la calle sorteando los coches. Todo se mueve, rebosa vitalidad y cuando se acerca al borde de la pantalla se desvanece tras ella, no se sabe dónde.
Y en el medio de todo, un silencio extraño, sin que se escuche el rumor de las ruedas, el sonido de los pasos o de las voces. Nada. Ni una sola nota de esa confusa sinfonía que acompaña siempre los movimientos de las personas. Calladamente, el follaje gris ceniza de los árboles se balancea con el viento y las grises siluetas de las personas, se diría que condenadas al eterno silencio y cruelmente castigadas al ser privadas de todos los colores de la vida, se deslizan en silencio sobre un suelo gris.
Sus sonrisas son inanimadas, aunque sus movimientos están llenos de energía vital, tan ligeros que son casi imperceptibles. Su sonrisa es muda, aunque puedes ver los músculos contraerse en los grises rostros. Ante ti se despliega una vida, una vida carente de palabras y despojada del espectro de los colores vitales: una vida gris, muda, desolada y lúgubre.
La visión es espantosa, porque lo que se mueve son sombras, nada más que sombras. Encantamientos y fantasmas, los espíritus infernales que han sumido ciudades enteras en el sueño eterno acuden a la mente y es como si ante ti se materializase el arte malévolo de Merlín. Como si hubiese encantado la calle entera, como si, del tejado a los cimientos, hubiese aplastado los edificios de varios pisos hasta reducirlos al nivel del suelo. Ha empequeñecido a la gente en idéntica proporción, despojándola del poder de la palabra y difuminando los tonos del cielo y la tierra en una coloración gris monótona.
De este modo ha empujado su grotesca creación a un rincón de un oscuro restaurante. Repentinamente se escucha un chasquido, todo se desvanece y aparece ante ti un tren en la pantalla. Se lanza directamente hacia ti, ¡cuidado! Da la impresión de que va a precipitarse en la oscuridad sobre el espectador, convirtiéndolo en un montón de carne lacerada y huesos astillados y reduciendo a polvo y fragmentos rotos esta sala y el edificio entero, lleno como está de mujeres, vino, música y vicio.
Pero también éste es un tren de las sombras.
Sin un ruido, la locomotora desaparece por el borde de la pantalla. El tren se detiene y una serie de figuras grises surgen mudas de los vagones, saludan en silencio a sus amigos, ríen, andan, corren, rebullen y… se van. Aparece entonces otra imagen. Tres hombres sentados a una mesa, jugando a las cartas. Sus rostros están tensos, sus manos se mueven con rapidez. La avaricia de los jugadores es traicionada por los temblorosos dedos y la contracción de los músculos faciales. Juegan… De repente, estallan en risas y el camarero que se había detenido con la cerveza junto a su mesa se ríe también. Ríen hasta desternillarse sin emitir un solo sonido. Da la impresión de que hubiesen muerto y sus sombras estuviesen condenadas a jugar a las cartas en silencio para toda la eternidad. Otra imagen. Un jardinero está regando las flores. El chorro de agua gris, que sale de la manguera, se deshace en forma de fina lluvia. Cae sobre los macizos de flores y las briznas de hierba, aplastadas por el agua. Sale un chiquillo que pisa la manguera cerrando el paso del agua. El jardinero contempla la boca de la manguera y en el mismo momento el chico retira el pie, con lo cual el jardinero recibe el chorro en plena cara. El espectador imagina que la lluvia va a alcanzarlo, y tiene el impulso de protegerse. Pero en la pantalla el jardinero está ya persiguiendo al granuja por todo el jardín, y cuando lo atrapa le propina una paliza. Pero la paliza es muda, y tampoco se escucha el gorgoteo del agua que fluye de la manguera abandonada en el suelo.
Esta vida, gris y muda, acaba por trastornarte y deprimirte. Parece que transmite una advertencia, cargada de vago pero siniestro sentido, ante la cual tu corazón se estremece. Te olvidas de dónde estás. Extrañas imaginaciones invaden la mente y la conciencia empieza a debilitarse y a obnubilarse…
Pero de pronto, a tu lado, se escucha un animado parloteo y la provocadora risa de una mujer… y recuerdas que estás en el Aumont, el local de Charles Aumont. …¿Por qué entre todos los locales este notable invento de Lumière había de abrirse camino y ser exhibido aquí, este invento que afirma una vez más la energía y la curiosidad de la mente humana, desentrañándola y atrapándola, y que… en su intento de ahondar en el misterio de la vida ayuda de paso a construir la fortuna del Aumont? No percibo aún la importancia científica del invento de Lumière pero no hay duda de que la tiene y probablemente será útil a los fines generales de la ciencia, es decir mejorar la vida del hombre y desarrollar su pensamiento. No es esto lo que encontramos en el Aumont, donde no se fomenta ni se da a conocer sino el vicio. ¿Por qué pues en el Aumont, entre las “víctimas de las necesidades sociales” y entre los holgazanes que compran aquí amor? ¿Por qué entre todos los locales han escogido éste para la exhibición de la última conquista científica? Es probable que el descubrimiento de Lumière se perfeccione rápidamente, pero lo hará en el espíritu de la Aumont-Toulon and Company.
Junto a los films ya mencionados se proyecta Le déjéneur de bébé, en el que aparece un trío idílico. Una joven pareja con su regordete primogénito se sienta a la mesa del desayuno. ¡La pareja está tan enamorada, son tan encantadores, alegres y felices, y el niño es tan gracioso! La escena logra una impresión de belleza y felicidad. ¿Tiene esta escena familiar sentido en el Aumont?
Todavía hay otra. Las obreras de una fábrica, formando un grupo compacto, alegre y risueño, salen corriendo a la calle. También esto queda fuera de lugar en el Aumont. ¿Por qué recordar aquí la posibilidad de una vida limpia, de trabajo? No tiene ningún sentido. En el mejor de los casos, esta película no hará sino conmover dolorosamente a la mujer que comercia con su sexo.
Estoy persuadido de que estas imágenes serán pronto reemplazadas por otras más de acuerdo con el tono general del Concert Parisien. Por ejemplo, proyectarán una película titulada: El desnudo, o La dama en el baño, o Una mujer en la intimidad. También podrían filmar una sórdida pelea entre marido y mujer y ofrecérsela al público con el título de Las bendiciones de la vida en familia.
Sí, indudablemente se harán este tipo de películas. Ni lo bucólico ni lo idílico tienen ningún futuro en el mercado ruso, sediento de cosas picantes y extravagantes. También puedo sugerir algunos temas a desarrollar en cinematografía, para diversión del público. Por ejemplo: empalar un parásito de la actualidad sobre una estaca, según la costumbre turca, fotografiarlo y exhibirlo después.
No es exactamente picante pero sí muy edificante.

Estudio del programa de Lumière para el Festival de Nizhni-Novgorod, publicado en el diario Nizhegorodski listok el 4 de julio de 1896 con el seudónimo de “I. M. Pacatus”. (traducción de Leda Swan).

sábado, 13 de marzo de 2010

Manifiesto


Si Chaplin no se hubiese comido un zapato. Si Búster Keaton no se hubiese trepado a una locomotora. Si Tod Browning no hubiera hecho Drácula con Lugosi.. si Boris Karloff no hubiera sido el monstruo de Frankenstein. Si Clark Gable no hubiera tomado entre sus brazos a Vivien Leigh y no la hubiese subido por esa escalera. Si Katharine Hepburn no hubiera roto el palo de golf de Cary Grant. Si Ingrid Bergman no le hubiera dicho a Humphrey Bogart “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos. Si Bogart no le hubiera dicho a Claude Rains “este es el comienzo de una hermosa amistad”. Si Lauren Bacall no hubiera pedido un fósforo. Si Errol Flynn no hubiera muerto con las botas puestas en el Little Big Horne. Si Orson Welles no hubiera dicho Rosebud. Si Glenn Ford no le hubiera dado esa cachetada a Rita Hayworth. Si Richard Widmark no hubiera tirado a la paralítica por la escalera. Si Vittorio de Sica no hubiera imaginado una historia con bicicletas. Si Robert Ryan no hubiera ganando una pelea que debía perder. Si Gene Kelly no hubiera bailado bajo la lluvia. Y Fred Astaire con un perchero. Si James Stewart no hubiera mirado por la ventana indiscreta. Si John Wayne no hubiera tomado entre sus brazos a Natalie Wood para decirle “vamos a casa, Debbie”. Si James Dean no hubiera acercado su silla al lecho de su padre enfermo. Si a Mónica no hubieran  gustado los veranos. Si la doncella no hubiera tenido una fuente. Si Rocco no hubiera tenido hermanos. Si Bogart no le hubiera dado veinticinco mil dólares a Toro Moreno. Si los Beatles no hubieran viajado en el submarino amarillo. Si Marlon Brando no se hubiera muerto jugando con su nieto en un jardín. Si Robert Duvall no hubiera dicho “amo el olor del napalm por la mañana”. Si Dustin Hoffman no se hubiera graduado. Si Federico Luppi no se hubiera cortado la lengua. Si Aristarain no hubiera filmado mi primera novela. Si Michelle Pfeiffer no hubiera sido Gatúbela. Si Thelma y Louise no hubieran salido a la ruta. Si tantino no hubiera leido novelas baratas. Si nada de esto hubiera sido así, amaría al cine como lo amo. Pero, lo juro, así fue. Y ustedes lo saben tan bien como yo.
  
“Manifiesto”, en Pasiones de Celuloide de José Pablo Feinnmann