martes, 17 de mayo de 2011

Los soles de Pasolini (...Y sus mugres) Eduardo Grüner

Al final- en el extremo, en el límite último- de toda práctica de esas que se denominan “transpositivas” está lo que podríamos llamar la metatransposición, es decir, la obra de aquéllos que circulan entre diferentes lenguajes estéticos, logrando sin embargo una extraña- no digamos coherencia ni unidas, términos excesivamente “académicos”- consistencia. En los pasajes entre la literatura y el cine, Visconti o Bergman constituyen sin duda ejemplos de consideración; pero para nosotros el más virulento, y por ello más entrañable, es Pasolini.

Antes de ser el extraordinario cineasta que fue, se sabe, Pier Paolo Pasolini ya era un notable narrador y un poeta exquisito (uno de los mejores poetas italianos del siglo XX, nos dicen los críticos), así como un concienzudo, riguroso y abrumadoramente erudito lingüista, filólogo, y teórico de la literatura, además de un humanista que manejaba con soltura varias lenguas- incluídas las “muertas” como el latín y el griego- y se movía cómodo en el mundo de la filosofía, el materialismo histórico, el psicoanálisis, la antropología cultural y la historia del arte o de las religiones. Sumado a que ya antes de 1960 (año en que estrena su primer film Accatone) había intervenido en varias películas como guionista, había escrito así mismo obras de teatro y era un muy pasable dibujante, pintor y escenógrafo, es casi irresistible la tentación de llamarlo un verdadero “hombre del Renacimiento”, comparable a, digamos, Leonardo Da Vinci. Y, en sentido, prácticamente incomparable con ningún otro gran intelectual del siglo, con la parcial excepción, quizá, de ese filósofo, dramaturgo, narrador, ensayista y ocasionalmente guionista de cine que fue Jean-Paul Sartre.



Pero, a diferencia de la de Sartre, esa imagen “totalizada” de Pasolini esta atravesada por fracturas y desgarramientos que parecen transformar al hombre en un verdadero entrecruzamiento de conflictos andantes: decidido pero heterodoxo marxista, ferviente pero herético católico, fue denostado y excomulgado por ambas Iglesias (la cristiana y la comunista) a lo que -aparte de su comprometida iconoclastía en ambos campos- contribuyó no poco su homosexualidad “confesa” y por momentos provocativa y virulenta: algo nada fácil de sostener públicamente en la Italia pacata y ultracatólica previa al “milagro” económico de los años 60 (un “milagro” que el propio Pasolini se encargaría de enviar violentamente al infierno de lo que llamaba el “genocidio capitalista”, tanto a través de sus films como de sus ensayos político-culturales, reunidos en libros que son auténticas catilinarias, obras maestras de intervención pública, como El caos, Las bellas banderas o Escritos corsarios). Como tampoco era nada de fácil sostener- el episodio da toda la medida de su iconoclastía e “incorrección política”- para un izquierdista y en ¡1968! la defensa de los policías “explotados e hijos del pueblo”, contra los pataleos de los estudiantes “burgueses” que, según su opinión, en el fondo solo pedían mejores condiciones de ingreso al “sistema” (¿una provocación? Puede ser, pero una “ojeada retrospectiva”, treinta y dos años después, al destino de los “revolucionarios” sesentiochescos, despierta, por lo menos, la duda…).

A todas estas aparentes boutades de uno de los intelectuales más incómodos e inclasificables que haya conocido Italia (y quizás Europa) hay que agregar que, en efecto, en 1960 Pasolini ingresa de lleno al cine, continuando al mismo tiempo con su obra ensayística y teórica, pero abandonando casi por completo la literatura y en particular la poesía. Nueva incomodidad, en especial para sus amigos literatos: a pesar del triunfo mundial- pero no tanto italiano- del neorrealismo, el cine todavía es mirado de soslayo y sobre el hombro por los escritores olímpicos, tanto más cuando (pese a que ya existían los Cahiers du cinéma y empezaba a generalizarse en Francia la “política de los autores” y el concepto de nouvelle vague) localmente había empezado a aparecer una “Industria cultural” cinematográfica, con una Cinecittá como versión en “vías de desarrollo” de Hollywood, y con un incipiente “star system” (inequívocamente sintomatizado por el uso coloquial del artículo femenino: la Lloren, la Lollobrigida, la Pampanini, la Mangano). Pasolini, como si le faltaran los pecados, es acusao de pasarse al enemigo, de aspirar al estrellato y la riqueza, de caer seducido por las sirenas de la Industria. No hace falta abundar en el espectacular desmentido a estas fantasías envidiosas que significó el estreno de Accatone y luego Mamma Roma, así como el hecho de que en ese mismo 1960 se estrenan La Dolce Vita de Fellini, Rocco y sus hermanos de Visconti, La Aventura de Antonioni: todas señales inconfundibles de que en Italia también se estaba gestando en otra dirección que la del convencional cine de masas.

Una leyenda más persistente- y con mayores visos de verosimilitud- pretendió que Pasolini estaba “decepcionado” de la literatura, que “desesperaba de las metáforas” (como hubiera dicho Kafka) y que, arrastrado por su marxismo teñido de irracionalismo se había volcado a una forma estética que le garantizaba, por su propio lenguaje, una mayor proximidad con lo “real”. Pero estas interpretaciones pasaron por alto, con sospechosa rapidez y unanimidad, que el propio Pasolini, en una célebre entrevista, sostenía que era su búsqueda de lo “real” en la literatura la que lo había conducido al cine casi como una continuidad natural de su buceo. En la literatura, y en particular en la poesía. Y es por haber pasado por alto este “detalle” que tanto sorprendió su encendida defensa- en su famosísimo aunque un tanto inventado debate con Eric Rohmer- del “cine de poesía” contra “cine de prosa”. Contra un “cine de prosa” y convencionalmente “realista” que él interpretaba (y esta interpretación es, en su complejo desarrollo, un aporte extraordinariamente novedoso a la teoría estética y no sólo cinematográfica) como un estricto formalismo ideológico y fetichizante, que tendía a ocultar las elaboradas construcciones, justamente formales, por detrás de lo que Roland Barthes llamaría “el efecto de realidad”, fingiendo que ese “espectáculo” era el puro desarrollo espontáneo de la realidad (y en esta acusación caían también los “neorrealistas”, pese a su declarada admiración por Rossellini), y subordinando a una diégesis altamente “funcionalizada” por el argumento las posibles invasiones incontrolables de lo “real-concreto” que sólo el lenguaje cinematográfico es capaz de hacer evidente.

Pero esto presupone una transformación radical de los legados del sentido común a propósito de conceptos como “realismo” o “poesía”. Si el pretendido “realismo” es puro formalismo pasivizador del espectador, la misión del cine “poético” es la misma que la de la poesía tout-court en el plano de la lengua: la de volver extraños a los objetos (a los objetos-imágenes así como a los objetos-palabras), precisamente creando las condiciones para que ellos impongan su presencia “brutal”, “pre-conceptual”, “pre-histórica”, “bárbara” (son todos términos que en Pasolini tienen un signo de valor positivo): eso es el verdadero “realismo” no-ideológico, “un cierto realismo”, lo llama Pasolini, queriendo decir no un realismo “atenuado”, si no un realismo cierto, auténtico- que solo la poesía puede conseguir con las palabras y el cine con las imágenes. Y Pasolini ya había buscado, con diverso éxito, eso mismo en su poesía, en particular en la escrita en el dialecto friulano de su niñez: también allí había ese buceo con lo “real” de una lengua “bárbara”, bárbara con respecto al italiano normalizado y tecnocrático del neocapitalismo, que ha sepultado las experiencias culturales de los sectores sociales subalternos y oprimidos: hay pues en ese “buceo” en las profundidades de las lenguas perdidas una intención “metapolítica” de inspiración gramsciana, una reivindicación de lo “prehistórico” y “arcaico” (no sólo en la esfera social y lingüista: también en el de la sexualidad espontánea y del goce de los sentidos, totalmente adormecido por el falsificado hedonismo de una moral de consumo) aplastado por el logos dominador de la burguesía occidental, por una “modernización” que constituye, ya lo dijimos, un verdadero genocidio cultural.

Por eso trasladará luego Pasolini aquella búsqueda al mundo “neo” o “post” -colonial, a ese “Tercer Mundo” (como se lo llamaba cuando había otros dos) igualmente sometido a la “prosa” del fetichismo mercantil y el etnocidio tecnocrático. Es ese buceo en la poeticidad brutal y trágica, pero intensamente vital, de lo arcaico el que puede escucharse en las poesías de La mejor juventud o Las cenizas de Gramsci, en la narrativa de Una vida violenta o Ragazzi di vita, pero también- y sobre todo- en las visiones “antropológicas” que apuestan a un retornp “pre-conceptual” del Mito, en films como Edipo Rey, Medea, La Orestíada Africana e incluso en El evangelio según San Mateo, donde la articulación por momentos “desprolija” de marxismo, psicoanálisis, etnografía y teología “negativa” otorga a lo “real” una presencia abrumadora y aún angustiante, “descolonizada” de toda “racionalidad instrumental” (como la hubiera llamado Adorno), pero al propio tiempo haciendo visible - operación desfetichizadora- de las marcas de un “autor” que no se oculta en los pliegues de una supuesta “objetividad” de lo real, si no que muy transparentemente crea las condiciones previas para que lo real pueda hablar y mostrarse. Con esta ventaja para el cine: que allí (siempre que se sepan generar esas condiciones “fundantes” de las que la Industria debe renegar para cuidar el negocio), lo real tiene una pesadez y densidad propias que compiten, que están en un verdadero conflicto trágico, con su “semiotización” por el lenguaje. El cine- como por otra parte ya lo había entrevisto Benjamin cuando lo comparaba no con la literatura, el teatro o la pintura, si no con esa estético-práctica que es la más “arcaica” de la humanidad, la arquitectura- conlleva en efecto la paradoja de ser una sofisticadísima técnica moderna de producción de mercancías visuales y, simultáneamente, y por ello mismo, el que más hondamente puede hacer estallar lo real más allá de su “simbolización”, hasta el punto de volver esa mercancía estrictamente inútil (para el mero “gusto” o el entretenimiento tranquilizador), cuando no amenazante.

Quizá pueda reprochársele a Pasolini una cierta ingenuidad ideológica, cuasi “rousseauniana”, en su apuesta, a lo Pascal, por una pureza “prehistórica” del “subproletariado” o los “primitivos”- apuesta de la de todos modos, equivocado o no, tuvo el coraje de desdecirse en su famosa abjuración de la Trilogía de la vida y que produjo esa pesadilla póstuma y desesperada llamada Saló-. Pero lo que no se puede negar es que su poesía (en el sentido incluso etimológico de los antiguos griegos; su poiesis, su trabajo sobre las resistencias de la realidad) fue, como el mismo la reivindicaba, una pasión por lo real: un intento filosófico y político (en el más alto grado de esos dos conceptos) por militar en favor de lo que Sigfried Kracauer llamó “la redención física de la realidad”, y por resguardar el carácter sagrado de lo real. “Sagrado” y no “religioso”: no una subordinación conformista y pragmática de la “inevitabilidad” de lo real, si no, por el contrario, su “redención” por encima de la manipulación (ella sí conformista y pragmática) de los Amos de turno, de los fabricantes de una falsa realidad que se pretende la única posible.

Eso se terminó en 1975, año en que la ya nombrada Saló lleva lo real en el cine a sus consecuencias últimas de soportabilidad. Y año, también, en que el lado siniestro de lo real alcanza al propio Pasolini en una mugrienta playa de Ostia, después de la caída de ese sol que él amaba aún con sus manchas de mugre (“la mugre y el sol” es un sintagma recurrente en una de sus novelas más implacables, Una vida violenta). Es posible que exagere el crítico John Orr cuando dice que en 1975 se terminó, estrictamente hablando, el cine (aunque se hayan hecho después muchas películas). Pero quién sabe: quizá todo lo posterior sea un retroceso prudente desde ese borde del abismo al que Pasolini condujo al cine. Si fuera así, ese crimen- del cual aún se discute su fue “personal” o “político”, como si fuera tan fácil separar esas cosas- habría sido un asesintato, uno más, de la Poesía.

Por que -insistamos- es en efecto la Poesía lo que atraviesa la obra (en cualquier género) y el cuerpo de Pasolini, sólo que en él la poesía no es hurtada de un cierto carácter, llamémoslo, pestilente.

Se dice que Sigmund Freud al llegar a Nueva York con un grupo de acólitos y viendo la calurosa bienvenida que se le prodigaba, masculló unas palabras famosas: “Inocentes: no saben que les traemos la peste”. Pier Paolo Pasolini podría haber dicho lo mismo, contemplando los esfuerzos patéticos de la cultura occidental por absorber, por domesticar, la peste virulenta que su obra (¿que si vida?) se propuso incoular en sus venas- habría que decir: en su yugular, para dar cuenta de la estrategia “vampírica” por la cual Pasolini se alimentó de la cultura occidental para envenenarla, para desnudarla en lo que Nietszche- otro maldito insobornable- llamaría su “nihilismo”, su renuncia a la vida-: “O ser inmortales e inexpresivos o expresarse y morir”. A la vida, Pasolini, no quiso renunciar bajo ninguna amenaza de peligro: el precio que pagó por esa pasión, como suele suceder, fue la vida misma. “La vida llevada a los límites de la muerte”, como diría Bataillle, es la marca -insoportable para la mayoría- de su erotismo. Y, por supuesto, de su estética: su estética era su erotismo, del mismo modo en que su muerte (violenta y dudosa, como tantas vidas que nada quieren saber de sí mismas) era el resultado esperable- por él mismo para empezar- de su vida emprendida al modo trágico: el modo del que descubre, como Edipo, que las elecciones hechas en ciertas encrucijadas no tienen retorno y se lanzan hacia adelante para aprender de su propia catástrofe.

Lo que Pasolini aprendió, aprehendió, haciéndose cargo de todas sus consecuencias cabe en una sola frase de su novela de fines de los cincuenta, Una vida violenta: “No había más que sol y mugre, mugre y sol: pero era marzo todavía y el sol se ponía pronto, detrás de Roma”. Es decir: en la vida como en el arte, el máximo resplandor es también lo que ilumina la máxima ferocidad. Pero esa belleza violenta se acaba pronto: hay que beberla a borbotones. Sabiendo- tal vez celebrando- que esa avidez, ese atragantamiento, introduce en un territorio de riesgo incalculable: que luego de la puesta del solo viene el triunfo de la mugre, que la novela (familiar, siniestra) termina como la última frase de Una vida violenta: “Pero después, al anochecer, se sintió cada vez peor: le dio un nuevo vómito de sangre, tosió y tosió sin recobrar el aliento, y adiós Tommaso“. Mientras tanto, el sol y la mugre, la mugre y el sol, inseparables, han producido una estética (y una ética, y una idea del mundo) cuyo amor por el universo es también inseparable de una denuncia de la hipócrita ilusión por la que cierta forma de Arte pretende reconciliarnos con un universo amable. Al revés, el mundo es implacable y es sumergiéndose en su fealdad que se puede reconstruir una belleza despojada de la engañifa mediocre de las ideologías consoladoras: solo en las cenizas están los diamantes, solo en la mugre puede encontrarse el sol. El resto es silencio, o puro sonido y furia: el arte “auténtico”- dudoso adjetivo aplicado al arte- no puede más que salir de la impureza, de la mezcla. También la vida para el arte- mejor: la vida como arte- es una vida viviendo contra sí misma, engordándose y consumiéndose de su guerra interna. Pasolini es un intelectual refinado como pocos, un hijo- el último- del Renacimiento más exquisito, dispuesto a mostrar sin mediaciones la sangre y el barro con el cual la cultura ha moldeado esos refinamientos. Es un ferviente católico y un irreductible marxista: hereje para ambos lados, escupirá con asco sobre la perfidia disimulada de las iglesias, la cristiana o la comunista, sin por ello ceder a la barbarie del capitalismo miserable. Sutil conocedor y practicante de los culteranismos de la lengua, la desfachatez y la iracundia más populares impregnan, sin rebajas populistas, todos sus textos: es lo más cercano a Boccaccio que ha dado este siglo. Homosexual orgulloso de su “transgresión”, a veces se muestra moralista radical, casi un asceta místico. Hedonista y propicio a la molicie más inercial, es un desesperado hombre de acción. En pocas palabras- las del propio Pasolini, inmejorables- “Buda predica la renuncia al mundo y el rechazo de todo compromiso: dos cosas que se encuentran en mi naturaleza. Pero ocurre que en mí hay una necesidad irresistible de contradecir mi naturaleza”.

Ese modo trágico de contradecir la propia naturaleza produce como un vértigo de las prácticas estéticas, intelectuales: y sobre todo, antes que todo, se verá por qué- creador y destructor cinematográfico, iconógrafo e iconoclasta, del único sistema estético inventado (y luego reinventado sin descanso por el propio Pasolini entre otros) en el siglo XX. Es lógico: la mezcla, la impureza, el sol y la mugre, la vida y la peste, no reconocen las académicas fronteras genéricas: las violentan hasta hacerlas irreconocibles, las violan para embarazarlas de engendros bellos y monstruosos. De ese- hay que repetirlo- modo trágico de entender el arte como vida contra sí misma, como conflicto irresoluble y exaltado (el neoromanticismo de Pasolini es innegable, pero también la voluntad férrea de no dejarse seducir por él) dan cuenta narraciones crispadas como Una vida violenta, Accatone, o Ragazzi di vita: el lenguaje más violento, la “jerga de la basura”, el balbuceo entrecortado de cuerpos a la intemperie para los que la lengua parece un lujo - o un exceso- inalcanzable, sirven para exhibir una conmocionante poesía de la mugre; es en efecto, creo que único, cinematográfico sobre la literatura: el posterior pasaje de Pasolini al cine, lo hemos dicho, será una manera de volver a la literatura para mostrar su capacidad limitada de hablar por debajo de la lengua. Pero la tensión entre lo sublime y el desecho informe está también en la mejor poesía, en Las cenizas de Gramsci- Gramsci, el que logró escribir sorteando la censura fascista como Pasolini logró “expresar” la censura de la propia lengua, que a su manera, decía Barthes, es también “fascista”- hermosura brutal de un interrogante sobre la práctica estética misma, donde la hondura filosófica se escucha como en la sordina para no obturar la resonancia absolutamente singular de la palabra poética. Al revés, el Pasolini ensayista (veáse los nombrados Escritos corsarios, Las Bellas banderas, El Caos), muchas veces coyuntural y siempre furioso, como si no hubiera- y no hay- tiempo que perder en gentilezas y concesiones corteses, deja escuchar por las hendijas una poesía desgarrada y tanto más implacable cuanto más se permite el desliz hacia un “yo lírico” que reclama para reforzar (y no para adormecer) la pasión crítica: “No me gusta eso que hipócritamente se llama postura independiente. Si soy independiente lo soy con ira, dolor y humillación: no apriorísticamente, con la serenidad de los fuertes, sino a la fuerza”.

Político hasta los tuétanos- en el sentido más amplio y más fuerte: el del interrogador tenaz de los sentidos comunes de la polis, de las certezas automáticas de la cultura- tampoco pierde tiempo en construir (se) ilusiones sobre el rol mesiánico o siquiera reformista del intelectual: “Atrapado como traidor en el seno de la burguesía, testigo exterior del movimiento obrero ¿donde está el intelectual? ¿Por qué existe y cómo?”. Ni marginalidad ni victimización, obsérvese: traición y exterioridad son las marcas del intelectual “conciente” que- como diría Adorno del arte mismo- no tiene asegurada ni la certidumbre ni el derecho a la existencia. Esa trágica saga ensayística culmina- no podía ser de otra manera- en una novela póstuma- Petróleo, recientemente publicada en Italia- una suerte de fresco asfixiante de la vida política italiana, “de nuestros sufrimientos, nuestras inmadureces, nuestras debilidades, y al mismo tiempo las condiciones de sujeción de nuestra burguesía, de nuestro presuntuoso neocapitalismo”. Su última novela, como su último- terrible, insoportable- film Saló es el grito alucinado del que advierte que ya no hay para el mundo otro horizonte que el de la abyección.

¿Por qué el cine, entonces? ¿Acaso no es, -salvo excepciones- la forma estética que corre más peligro de caer en el ensueño consolador, en la ilusión conciliatoria de las bellas imágenes? Precisamente por eso: es allí donde es más difícil hacerlo, que es necesario demostrar el poder que tiene cualquier lenguaje de subvertirse a sí mismo, de perturbar el sueño con pesadillas que no sirvan solo para seguir durmiendo. El cine como “semiótica de lo real” (como construcción de un sistema de signos autoconcientes que sabotea lo verosímil mostrando su carácter ideológico) es el principal aporte teórico de Pasolini a la reflexión sobre ese arte, y a su práctica que llamó- contraponiéndola al “cine de prosa” de Eric Rohmer- “cine de poesía”. Pero ya sabemos que “poesía” es para Pasolini, una mezcla de tragedia, lucidez crítica y un goce dionísiaco que abre los sentidos a la experiencia física (y metafísica) de la vida siempre al borde de la catástrofe. El cine es a la poesía como praxis y como acción indeterminada: “El lenguaje de la acción es, por lo tanto, el lenguaje de los signos no simbólicos del tiempo presente y, en el presente, sin embargo, no tiene sentido o, si lo tiene, lo tiene subjetivamente, es decir, de manera completa, incierta y misteriosa”. Por eso el cine de Pasolini - siempre distinto a sí mismo, siembre buscándose en los asaltos de lo real- no vacila en apelar a aquéllos clásicos de la literatura (la Biblia, o las Mil y Una Noches, Chaucer o Boccaccion, Sófocoles o Eurípides, Sade o el propio Pasolini) en lo que el lenguaje es, precisamente, una interrogación a los sentidos- o al sentido- en los que la experiencia de la carne gozosa o sufriente lleva adherida la tragedia de la metafísica (como el Cristo de El evangelio según San Mateo o el “otro” Cristo de Teorema, visiones espiritualistas atravesadas por el muy terreno drama de la lucha de clases y la locura), donde la épica subjetiva y erótica de la mugre y el sol puede tener un remate tan coherente en la “trilogía de la vida” (en Las Mil y Una Noches ,El Decamerón, Los cuentos de Canterbury) como en la violencia más destructora (en El chiquero, Mamma Roma, Saló) o en la fatalidad de la convicción sin esperanza (Edipo Rey, Medea). Porque, para una poética como la de Pasolini, todo- lo mejor y lo peor, el más allá y el más acá- está en ese “presente” incompleto, incierto y misterioso que es el cine, que es el arte, que es la vida.

Y para hablar de eso hay que ser, de nuevo, traidor a la propia cultura, exterior a la propia complacencia. No lo podríamos decir mejor que su amigo Gianni Scalia: “El dolor, inútil en sí, es útil si engendra conocimiento. Y no es la infelicidad de las excesivas conciencias felices. Pasolini no hablaba en tanto ciudadano: fue i-legal, extra-legal, diferente, no-ciudadano. Pero un compañero“.

Boquitas Pintadas, Leopoldo Torre Nilsson (1974)

Blow Up, Michelangelo Antonioni (1966)

domingo, 8 de mayo de 2011

Fuego Brillante

Cinco pequeños brincos y luego un gran salto.
Cinco petardos y luego una explosión.
Eso describe poco más o menos la génesis de Fahrenheit 451.
Cinco cuentos cortos, escritos durante un período de dos o tres años, hicieron que invirtiera nueve dólares y medio en monedas de diez centavos en alquilar una máquina de escribir en el sótano de una biblioteca, y acabara la novela corta en sólo nueve días.
¿Cómo es eso?
Primero, los saltitos, los petardos:
En un cuento corto, «Bonfire», que nunca vendí a ninguna revista, imaginé los pensamientos literarios de un hombre en la noche anterior al fin del mundo. Escribí unos cuantos relatos parecidos hace unos cuarenta y cinco años, no como una predicción, sino corno una advertencia, en ocasiones demasiado insistente. En «Bonfire», mi héroe enumera sus grandes pasiones. Algunas dicen así:
«Lo que más molestaba a William Peterson era Shakespeare y Platón y Aristóteles y Jonathan Swift y William. Faulkner, y los poemas de, bueno, Robert Frost, quizá, y John Donne y Robert Herrick. Todos arrojados a la Hoguera. Después imaginó las cenizas (porque en eso se convertirían). Pensó en las esculturas colosales de Michelangelo, y en el Greco y Renoir y en tantos otros. Mañana estarían todos muertos, Shakespeare y Frost junto con HuxIey, Picasso, Swift y Beethoven, toda aquella extraordinaria biblioteca y el bastante común propietario ... »
No mucho después de «Bonfire» escribí un cuento más imaginativo, pienso, sobre el futuro próximo, «Bright Phoenix»: el patriota fanático local amenaza al bibliotecario del pueblo a propósito de unos cuantos miles de libros condenados a la hoguera. Cuando los incendiarios llegan para rociar los volúmenes con kerosene, el bibliotecario los invita a entrar, y en lugar de defenderse, utiliza contra ellos armas bastante sutiles y absolutamente obvias. Mientras recorremos la biblioteca y encontramos a los lectores que la habitan, se hace evidente que detrás de los ojos y entre las orejas de todos hay más de lo que podría imaginarse. Mientras quema los libros en el césped del jardín de la biblioteca, el Censor Jefe toma café con el bibliotecario del pueblo y habla con un camarero del bar de enfrente, que viene trayendo una jarra de humeante café.
-Hola, Keats -dije.
-Tiempo de brumas y frustración madura -dijo el camarero.
-¿Keats? -dijo el Censor jefe -. ¡No se llama Keats!
-Estúpido -dije -. Éste es un restaurante griego. ¿No es así, Platón
El camarero volvió a llenarme la taza. -El pueblo tiene siempre algún campeón, a quien enaltece por encima de todo... Ésta y no otra es la raíz de la que nace un tirano; al principio es un protector.
Y más tarde, al salir del restaurante, Barnes tropezó con un anciano que casi cayó al suelo. Lo agarré del brazo.
-Profesor Einstein -dije yo.
-Señor Shakespeare -dijo él.
Y cuando la biblioteca cierra y un hombre alto sale de allí, digo: -Buenas noches, señor Lincoln ...
Y él contesta: -Cuatro docenas y siete años ...
El fanático incendiario de libros se da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros memorizándolos. ¡Hay libros por todas partes, escondidos en la cabeza de la gente! El hombre se vuelve loco, y la historia termina.
Para ser seguida por otras historias similares: «The Exiles», que trata de los personajes de los libros de Oz y Tarzán y Alicia, y de los personajes de los extraños cuentos escritos por Hawthorne y Poe, exiliados todos en Marte; uno por uno estos fantasmas se desvanecen y vuelan hacia una muerte definitiva cuando en la Tierra arden los últimos libros.
En «Usher H» mi héroe reúne en una casa de Marte a todos los incendiarios de libros, esas almas tristes que creen que la fantasía es perjudicial para la mente. Los hace bailar en el baile de disfraces de la Muerte Roja, y los ahoga a todos en una laguna negra, mientras la Segunda Casa Usher se hunde en un abismo insondable.
Ahora el quinto brinco antes del gran salto.
Hace unos cuarenta y dos años, año más o año menos, un escritor amigo mío y yo íbamos paseando y charlando por Wilshire, Los Angeles, cuando un coche de policía se detuvo y un agente salió y nos preguntó qué estábamos haciendo.
-Poniendo un pie delante del otro -le contesté, sabihondo.
Ésa no era la respuesta apropiada.
El policía repitió la pregunta.
Engreído, respondí: -Respirando el aire, hablando, conversando, paseando.
El oficial frunció el ceño. Me expliqué.
-Es ¡lógico que nos haya abordado. Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda, habríamos conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos habríamos ido en coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo nuestros pies.
-¿Paseando, eh? -dijo el oficial -. ¿Sólo paseando?
Asentí y esperé a que la evidente verdad le entrara al fin en la cabeza.
-Bien -dijo el oficial -. Pero, ¡qué no se repita!
Y el coche patrulla se alejó.
Atrapado por este encuentro al estilo de Alicia en el País de las Maravillas, corrí a casa a escribir «El peatón» que hablaba de un tiempo futuro en el que estaba prohibido caminar, y los peatones eran tratados como criminales. El relato fue rechazado por todas las revistas del país y acabó en el Reporter la espléndida revista política de Max Ascoli.
Doy gracias a Dios por el encuentro con el coche patrulla, la curiosa pregunta, mis respuestas estúpidas, porque si no hubiera escrito «El peatón» no habría podido sacar a mi criminal paseante nocturno para otro trabajo en la ciudad, unos meses más tarde.
Cuando lo hice, lo que empezó como una prueba de asociación de palabras o ideas se convirtió en una no vela de 25.000 palabras titulada «The Fireman», que me costó mucho vender, pues era la época del Comité de Investigaciones de Actividades Antiamericanas, aunque mucho antes de que Joseph McCarthy saliera a escena con Bobby Kermedy al alcance de la mano para organizar nuevas pesquisas.
En la sala de mecanografía, en el sótano de la biblioteca, gasté la fortuna de nueve dólares y medio en monedas de diez centavos; compré tiempo y espacio junto con una docena de estudiantes sentados ante otras tantas máquinas de escribir.
Era relativamente pobre en 1950 y no podía permitirme una oficina. Un mediodía, vagabundeando por el campus de la UCLA, me llegó el sonido de un tecleo desde las profundidades y fui a investigar. Con un grito de alegría descubrí que, en efecto, había una sala de mecanografía con máquinas de escribir de alquiler donde por diez centavos la media hora uno podía sentarse y crear sin necesidad de tener una oficina decente.
Me senté ' y tres horas después advertí que me había atrapado una idea, pequeña al principio pero de proporciones gigantescas hacia el final. El concepto era tan absorbente que esa tarde me fue difícil salir del sótano de la biblioteca y tomar el autobús de vuelta a la realidad: mi casa, mi mujer y nuestra pequeña hija.
No puedo explicarles qué excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr escaleras arriba para ir a buscar más monedas, meterse entre los estantes y volver a salir a toda prisa, sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros, que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con el sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra allá, que metería o embutiría en mi mito en gestación. Yo estaba, como el héroe de Melville, enloquecido por la locura. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las puntas de los dedos.
Fue un triunfo especial porque yo llevaba escribiendo relatos cortos desde los doce años, en el colegio y después, pensando siempre que quizá nunca me atrevería a saltar al abismo de una novela. Aquí, pues, estaba mi primer intento de salto, sin paracaídas, a una nueva forma. Con un entusiasmo desmedido a causa de mis carreras por la biblioteca, oliendo las encuadernaciones y saboreando las tintas, pronto descubrí, como he explicado antes, que nadie quería «The Fireman». Fue rechazado por todas las revistas y finalmente fue publicado por la revista Galaxy, cuyo editor, Horace Gold, era más valiente que la mayoría en aquellos tiempos.
¿Qué despertó mi inspiración? ¿Fue necesario todo un sistema de raíces de influencia, sí, que me impulsaran a tirarme de cabeza a la máquina de escribir y a salir chorreando de hipérboles, metáforas y símiles sobre fuego, imprentas y papiros?
Por supuesto: Hitler había quemado libros en Alemania en 1934, y se hablaba de los cerilleros y yesqueros de Stalin. Y además, mucho antes, hubo una caza de brujas en Salem en 1680, en la que mi diez veces tatarabuela Mary Bradbury fue condenada pero escapó a la hoguera. Y sobre todo fue mi formación romántica en la mitología romana, griega y egipcia, que empezó cuando yo tenía tres años. Sí, cuando yo tenía tres años, tres, sacaron a Tut de su tumba y lo mostraron en el suplemento semanal de los periódicos envuelto en toda una panoplia de oro, ¡y me pregunté qué sería aquello y se lo pregunté a mis padres!
De modo que era inevitable que acabara oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la biblioteca de Alejandría; dos accidentales, y el otro intencionado. Tenía nueve años cuando me enteré y me eché a llorar. Porque, como niño extraño, yo ya era habitante de los altos áticos y los sótanos encantados de la biblioteca Carnegie de Waukegan, Illinois.
Puesto que he empezado, continuaré. A los ocho, nueve, doce y catorce años, no había nada más emocionante para mí que correr a la biblioteca cada lunes por la noche, mi hermano siempre delante para llegar primero. Una vez dentro, la vieja bibliotecaria (siempre fueron viejas en mi niñez) sopesaba el peso de los libros que yo llevaba y mi propio peso, y desaprobando la desigualdad (más libros que chico), me dejaba correr de vuelta a casa donde yo lamía y pasaba las páginas.
Mi locura persistió cuando mi familia cruzó el país en coche en 1932 y 1934 por la carretera 66. En cuanto nuestro viejo Buick se detenía, yo salía del coche y caminaba hacia la biblioteca más cercana, donde tenían que vivir otros Tarzanes, otros Tik Toks, otras Bellas y Bestias que yo no conocía.
Cuando salí de la escuela secundaria, no tenía dinero para ir a la universidad. Vendí periódicos en una esquina durante tres años y me encerraba en la biblioteca del centro tres o cuatro días a la semana, y a menudo escribí cuentos cortos en docenas de esos pequeños tacos de papel que hay repartidos por las bibliotecas, como un servicio para los lectores. Emergí de la biblioteca a los veintiocho años. Años más tarde, durante una conferencia en una universidad, habiendo oído de mi total inmersión en la literatura, el decano de la facultad me obsequió con birrete, toga y un diploma, como «graduado» de la biblioteca.
Con la certeza de que estaría solo y necesitando ampliar mi formación, incorporé a mi vida a mi profesor de poesía y a mi profesora de narrativa breve de la escuela secundaria de Los Angeles. Esta última, Jermet Johnson, murió a los noventa años hace sólo unos años, no mucho después de informarse sobre mis hábitos de lectura.
En los últimos cuarenta años es posible que haya escrito más poemas, ensayos, cuentos, obras teatrales y novelas sobre bibliotecas, bibliotecarios y autores que cualquier otro escritor. He escrito poemas como Emily Dickinson, Where Are You? Hermann Melville Called Your Name Last Night In His Sleep. Y otro reivindicando a Emily y el señor Poe como mis padres. Y un cuento en el que Charles Dickens se muda a la buhardilla de la casa de mis abuelos en el verano de 1932, me llama Pip, y me permite ayudarlo a terminar Historia de dos ciudades. Finalmente, la biblioteca de La feria de las tinieblas es el punto de cita para un encuentro a medianoche entre el Bien y el Mal. La señora Halloway y el señor Dark. Todas las mujeres de mi vida han sido profesoras, bibliotecarias y libreras. Conocí a mi mujer, Maggie, en una librería en la primavera de 1946.
Pero volvamos a «El peatón» y el destino que corrió después de ser publicado en una revista de poca categoría. ¿Cómo creció hasta ser dos veces más extenso y salir al mundo?
En 1953 ocurrieron dos agradables novedades. Ian Ballantine se embarcó en una aventura arriesgada, una colección en la que se publicarían las novelas en tapa dura y rústica a la vez. Ballantine vio en Fahrenheit 451 las cualidades de una novela decente si yo añadía otras 25.000 palabras a las primeras 25.000.
¿Podía hacerse? Al recordar mi inversión en monedas de diez centavos y mi galopante ir y venir por las escaleras de la biblioteca de UCLA a la sala de mecanografía, temí volver a reencender el libro y recocer los personajes. Yo soy un escritor apasionado, no intelectual, lo que quiere decir que mis personajes tienen que adelantarse a mí para vivir la historia. Si mi intelecto los alcanza demasiado pronto, toda la aventura puede quedar empantanada en la duda y en innumerables juegos mentales.
La mejor respuesta fue fijar una fecha y pedirle a Stanley Kauffmann, mi editor de Ballantine, que viniera a la costa en agosto. Eso aseguraría, pensé, que este libro Lázaro se levantara de entre los muertos. Eso además de las conversaciones que mantenía en mi cabeza con el jefe de Bomberos, Beatty, y la idea misma de futuras hogueras de libros. Si era capaz de volver a encender a Beatty, de dejarlo levantarse y exponer su filosofía, aunque fuera cruel o lunática, sabía que el libro saldría del sueño y seguiría a Beatty.
Volví a la biblioteca de la UCLA, cargando medio kilo de monedas de diez centavos para terminar mi novela. Con Stan Kauffmann abatiéndose sobre mí desde el cielo, terminé de revisar la última página a mediados de agosto. Estaba entusiasmado, y Stan me animó con su propio entusiasmo.
En medio de todo lo cual recibí una llamada telefónica que nos dejó estupefactos a todos. Era John Houston, que me invitó a ir a su hotel y me preguntó si me gustaría pasar ocho meses en Irlanda para escribir el guión de Moby Dick.
Qué año, qué mes, qué semana.
Acepté el trabajo, claro está, y partí unas pocas semanas más tarde, con mi esposa y mis dos hijas, para pasar la mayor parte del año siguiente en ultramar. Lo que significó que tuve que apresurarme a terminar las revisiones menores de mi brigada de bomberos.
En ese momento ya estábamos en pleno período macartista- McCarthy había obligado al ejército a retirar algunos libros «corruptos» de las bibliotecas en el extranjero. El antes general, y por aquel entonces presidente Eisenhower, uno de los pocos valientes de aquel año, ordenó que devolvieran los libros a los estantes.
Mientras tanto, nuestra búsqueda de una revista que publicara partes de Fahrenheit 451 llegó a un punto muerto. Nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la censura, futura, presente o pasada.
Fue entonces cuando ocurrió la segunda gran novedad. Un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero visionario, vio mi manuscrito y lo compró por cuatrocientos cincuenta dólares, que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los número dos, tres y cuatro de la revista que estaba a punto de lanzar.
El joven era Hugh Hefner. La revista era P1ayboy, que llegó durante el invierno de 1953 a 1954 para escandalizar y mejorar el mundo. El resto es historia. A partir de ese modesto principio, un valiente editor en una nación atemorizada sobrevivió y prosperó. Cuando hace unos meses vi a Hefner en la inauguración de sus nuevas oficinas en California, me estrechó la mano y dijo: «Gracias Por estar allí». Sólo yo supe a qué se refería.
Sólo resta mencionar una predicción que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al kerosene o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?
No todo está perdido, por supuesto. Todavía estamos a tiempo si evaluamos adecuadamente y por igual a profesores, alumnos y padres, si hacemos de la calidad una responsabilidad compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los seis años cualquier niño en cualquier país puede disponer de una biblioteca y aprender casi por osmosis; entonces las cifras de drogados, bandas callejeras, violaciones y asesinatos se reducirán casi a cero. Pero el Bombero jefe en la mitad de la novela lo explica todo, y predice los anuncios televisivos de un minuto, con tres imágenes por segundo, un bombardeo sin tregua. Escúchenlo, comprendan lo que quiere decir, y entonces vayan a sentarse con su hijo, abran un libro y vuelvan la página.
Pues bien, al final lo que ustedes tienen aquí es la relación amorosa de un escritor con las bibliotecas; o la relación amorosa de un hombre triste, Montag, no
con la chica de la puerta de al lado, sino con una mochila de libros. ¡Menudo romance! El hacedor de listas de «Bonfire» se convierte en el bibliotecario de «Bright Phoenix» que memoriza a Lincoln y Sócrates, se transforma en «El peatón» que pasea de noche y termina siendo Montag, el hombre que olía a kerosene y encontró a Clarisse. La muchacha le olió el uniforme y le reveló la espantosa misión de un bombero, revelación que llevó a Montag a aparecer en mi máquina de escribir un día hace cuarenta años y a suplicar que le permitiera nacer.
-Ve -dije a Montag, metiendo otra moneda en la máquina -, y vive tu vida, cambiándola mientras vives. Yo te seguiré.
Montag corrió. Yo fui detrás.
Ésta es la novela de Montag.
Le agradezco que la escribiera para mí.

Prefacio de Ray Bradbury,
Febrero de 1993